Entre la comentada segunda aparición del inspector Tibbs en las pantallas y este tercer, y a la postre último título de la serie, algunas cosas habían sucedido en el panorama cinematográfico norteamericano. En abril de 1971, un pequeño film independiente rodado al margen del sistema había convulsionado a la sociedad bienpensante norteamericana por su fuerte y beligerante contenido sociopolítico. Hablamos, lógicamente del Sweet Sweetback Baaadasss… de Melvin Van Peebles. Sin embargo, el zarpazo definitivo llegó un par de meses después cuando un detective negro llamado John Shaft apareció repentinamente en la boca de metro de la 42 con Broadway para poner las cosas en claro e impartir justicia con destreza, elegancia, chulería y mucho desparpajo, atrayendo masivamente, tanto a la población negra como a la blanca, a los cines. Desde entonces, ya nada fue igual y un género nuevo irrumpió con fuerza en las pantallas cinematográficas. Tibbs ya llevaba unos años pululando por el celuloide policiaco pero la repercusión de los dos citados títulos (junto con Algodón en Harlem de Ossie Davis, realizada un año antes) se dejó notar en esta última aventura del inspector Tibbs.
En unas oficinas se produce un sorprendente asalto nocturno en la que es sustraída una importante cantidad de droga. La policía encuentra un cadáver y varias incógnitas que no cuadran en el caso. Tibbs se ocupa de la investigación y pronto entra en contacto con los responsables del robo: un grupo de vigilantes, todos ellos tocados por la tragedia familiar de la droga, que tan solo quieren llamar la atención de la policía para que ataque frontalmente a la red que mueve el narcotráfico a nivel internacional. Pronto, la organización mafiosa se pondrá en marcha y empezarán a rodar cabezas, mientras Tibbs debe de enfrentarse a un peliagudo dilema: ser fiel al cuerpo de policía o encubrir al grupo de insurgentes outlaws en su combate contra el crimen.
El inspector Tibbs contra
La gran efectividad del film hay que asignársela a la enérgica dirección de Don Medford, cineasta bregado en el mundo televisivo, que aquí nos regala excelentes secuencias de acción muy bien apoyadas por su dinámico montaje (a cargo del gran Ferris Webster) y el excelente soundtrack del músico de jazz Gil Melle (desafortunadamente, nunca editado). Sirva como ejemplo, la excelente secuencia precréditos, un soberbio tour de force de cerca de diez minutos donde sin diálogos asistimos al espectacular robo que abre el film, o la soberbia persecución por los túneles en construcción del metro de San Francisco. Sin olvidar, lógicamente los cuidados momentos de tensión o la perfecta dosificación de la intriga policiaca, creando un creciente clima enrarecido a medida que va desarrollándose la trama. Otro elemento interesante es su final abierto y gris, muy común en los thrillers del periodo, poco amigos de dejar al espectador con engañosa autosatisfacción.
Tibbs vuelve a ser encarnado con su habitual efectividad por Sidney Poitier, aunque su personaje no sea el superblack baadass puesto de moda por Shaft y sus acólitos. Acompañado para la ocasión aunque en un papel muy breve vuelve a estar una desaprovechada Barbara Mcnair, y entre el grupo de vigilantes caben destacar a unos primerizos Raul Julia y Ron O´Neal, este último a punto de disfrutar las mieles del éxito con su encarnación del camello Youngblood Priest.
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